9 abr 2012

"La Cacería" de Laura Gallego; final Ana Cibeira

Entre os exercicios de estilo que fago, están os que teñen que ver coa imaxinación. Neste caso, lin a medias un conto da escritora Laura Gallego García e tentei rematalo eu. Demasiado gótico? Breve? Feo cambio da 3ª á 1ª persona? A min ao final gústame e así váleme tamén para manter na primeira liña de a(ten)cción o tema que me interesa moito da pureza e a adolescencia. 
Xa me diredes qué vos parece- 



Era la primera vez que Leonor acompañaba a su padre en una cacería.
La caza era cosa de hombres. El señor de aquellas tierras gustaba de internarse en los bosques que él consideraba de su propiedad, con un buen destacamento de hombres de armas —entre los que se encontraba el padre de Leonor— y un grupo de alanos que el amo cuidaba con mimo. Las comadres murmuraban que el señor quería más a sus perros y su caballo que a su esposa e hijos, pero Leonor no sabía nada de todo aquello, ni le importaba. Su padre había servido bien al señor desde que era mozo, y éste le había recompensado con un pequeño castillo que dominaba un modesto territorio. El padre de la joven, que había sido un segundón, no aspiraba a más. Leonor y su madre se pasaban el día en casa, hilando, bordando y hablando con las doncellas. La muchacha no había aprendido a leer. ¿Para qué? Bastaba con que se conservase casta y hermosa. Algún día, su padre la entregaría por esposa a un noble, y entonces su familia se vería honrada, y sus territorios aumentarían. 
Ella nunca había tratado de luchar contra su destino. No era un hombre. No necesitaba pelear, ni salir de caza, ni demostrar su fuerza y su valía. En las frías noches de invierno agradecía poder estar junto al fuego de la chimenea, mientras su padre dormía al raso, acompañando a su señor en alguna de sus campañas. 
Por eso le había extrañado la orden de su padre. 
Aquel día saldrían de caza, y Leonor los acompañaría.
La caza no era un ejercicio propio de damas y doncellas. De todas formas, Leonor no se sentía atraída por él. La primera vez que había visto a su padre volver de caza, éste había traído un cervatillo ensangrentado. Leonor tenía entonces seis años y jamás había olvidado la mirada muerta de aquel animal. Desde aquel día, cuando los hombres regresaban de la caza, ella siempre se escondía en su habitación, para no ver a sus víctimas. Sabía que más tarde, en la cena, ella participaría de aquel botín, pero, de todas formas, no podía evitarlo. 
Tal vez porque ella no era más que una débil mujer.
De todos modos, no deseaba ir de caza con los hombres. Había mirado a su padre, tratando de hacérselo comprender, pero la mirada de él no admitía réplica. No era una petición, sino una orden.
Leonor obedeció.
Y ahora se encontraba allí, siguiendo a la comitiva de cazadores, montada en su palafrén. No había ninguna otra mujer en el grupo. Leonor sabía que debía agradecer a su padre que le permitiese acompañarlos, pero, por alguna razón, sospechaba que había algo que no le había contado.
Los perros corrían delante de ellos, ladrando. El señor conversaba animadamente con sus guerreros. Parecía estar de excelente buen humor, si bien un poco tenso, como si esperara encontrarse con algo desconocido en la espesura. 
Según fueron alejándose del castillo, esa sensación fue haciéndose cada vez más fuerte. El amo dejó de hablar y se encerró en un silencio pensativo y hermético. 
Tampoco los demás hombres hablaban mucho.
Leonor vio que uno de los perros había hecho salir un ciervo de entre la maleza. Uno de los arqueros tensó su arco, pero el señor alzó la mano y negó con la cabeza.
Siguieron adelante. 
El trayecto fue más largo de lo que Leonor había sospechado en un principio. Se alejaron tanto del castillo que la muchacha se preguntó, inquieta, si lograrían volver antes del anochecer. Finalmente dejaron atrás el bosque conocido para internarse por los rincones más salvajes de la floresta. Leonor se sentía cada vez más intranquila. Los caballos encontraban dificultades para avanzar, y las ramas de los árboles apenas dejaban pasar los rayos del sol. Los ladridos de los perros se oían muy lejanos. Los hombres espiaban a su alrededor con el ceño fruncido. Ya nadie hablaba. 
Finalmente, el señor detuvo su caballo y bajó de él. Sus hombres le imitaron. Leonor se quedó sobre su palafrén, preocupada e indecisa.
—¿Os parece que nos estamos acercando a la morada de la bestia? —preguntó el amo, mirando a su alrededor.
Sus palabras causaron un profundo desasosiego en Leonor.
—Sin duda, señor —respondió alguien—, hemos llegado a lo más profundo del bosque.
El noble asintió, ceñudo.
—Traed a la muchacha.
Leonor se sintió de pronto atenazada por el miedo. No fue capaz de bajar de su montura. Su padre avanzó hasta ella y la cogió de un brazo, obligándola, suave pero firmemente, a descender hasta el suelo.
El amo la observó atentamente, como evaluándola.
—¿Eres virgen?
Ella no fue capaz de contestar.
—¡Responde! —le ordenó su padre entre dientes.
—S-sí, señor —pudo decir ella—. Soy… soy doncella todavía.
Sintió que un intenso rubor cubría sus mejillas, y bajó la vista. 
—Eso me dijo la última barragana con la que compartí mi lecho —comentó el señor, socarronamente—. Las mujeres haríais cualquier cosa con tal de convencernos de vuestra virtud. Pero, desgraciadamente, son pocas las que llegan a tu edad con su doncellez intacta…
—Respondo por ella, señor —intervino el padre de Leonor—. La he guardado celosamente desde que era niña. 
El amo siguió observándola, con tal intensidad que la hizo enrojecer de nuevo.
—Servirá —dijo finalmente.
Hizo una seña y dos de sus hombres la cogieron por ambos brazos. Leonor no pudo reprimir un gemido cuando la empujaron hasta un árbol y sacaron una soga para atarla a él.
—Con cuidado, pedazo de bestias —gruñó el amo. 
Leonor miró a su padre, implorante; éste parecía algo preocupado, pero no hizo nada por liberarla. El señor avanzó hasta ella para asegurarse de que el nudo estaba bien hecho. Después bajó la vista, y Leonor se sonrojó por tercera vez.
—¿Le descubrimos los pechos?
El padre de la chica se removió, incómodo.
—No creo que sea necesario, señor…
—Puede que no —admitió el amo—. Muchacha, siéntate ahí, sobre la hierba. 
Leonor obedeció, aunque la soga le tiró de los brazos dolorosamente. El noble la ajustó para que ella estuviese más cómoda.
—¿Y ahora?
—Ahora —respondió uno de sus hombres—, nos apostaremos por aquí cerca y aguardaremos a que venga la bestia, atraída por el olor de la virgen.
Leonor gimió. 
—No temas, muchacha —dijo el amo—. Si realmente eres virgen, como dices, la criatura no te hará ningún daño. Dicen los sabios que sienten debilidad por las doncellas; su contacto los vuelve mansos como corderillos. Y, de todas formas, nosotros estaremos cerca, preparados para atacar.
Sus palabras no consolaron a Leonor, quien de pronto comprendió que los hombres la habían llevado a la cacería con el único propósito de que sirviera de cebo a la bestia que pretendían cazar. La joven no pudo evitar una lágrima silenciosa. Era cierto que era virgen, pero… ¿bastaría eso para protegerla de la bestia a la que tenía que atraer?

Los hombres obsesionados con mi virginidad dieron un paso atrás. Si hubieran sido quinceañeras un velo blanco les habría cubierto la mirada, quizás estos mamíferos vislumbraron en sus pasos en retroceso la hoja del cuchillo y la próxima sangre…

La bestia se acercaba entre los matorrales, había descendido del profundo bosque, lleno de verdísimos troncos y pequeños animales veloces.

Y ahora sonaban sus pasos, demasiado delicados para mi miedo, entre la maleza. No sé si todo se volvió negro pero los susurros gritaban, mi sudor se llenaba de ecos, y el sol se ponía rápido, filmado por una cámara super8 o por el ojo de un vampiro.

Apagón. Eclipse. Amnesia.

Desperté rodeada de hombres muertos, junto a un lago, cuchillos ensangrentados y entre la neblina distinguí un unicornio. Me sonreía y a la vez tenía lágrimas en los ojos. No podía creer lo que veía. Me dolía la cabeza y mucho el cuello, inclinada hacia atrás me pesaba, no, me tiraba el pelo. Logré tirar de mi mano atrapada bajo mi espalda encorvada y halar el pelo, pero tenía melena? el tacto me parecieron crines y su color, su color, no podía creelo era blanco. Volvía a alzar la vista y descubrí más nítidamente que no era yo ni era lo que me había parecido, un charco ni un largo, era un espejo lo que me rodeaba y aquel ser sabio y mágico, aquel silencio fantasioso, aquel semblante iluminado, era yo en mi nuevo estado. 

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